Enviado por Edgardo Manosalva
Fuente: Revista THC *
De pronto, en el desierto espiritual argentino, comenzó a
hablarse de fe. Palabras como “esperanza”, “concordia”, “amor”, “paz”,
“solidaridad” volvieron a ser tapa de los diarios. En este súbito reverdecer,
se ha vuelto una preocupación “hacer el bien”.
En nuestro país, las discusiones por la intervención estatal
concreta para salvaguardar a los sectores que ven violentados sus derechos más
elementales, suele derivar en una disyuntiva: ¿debe trabajarse en conjunto para
el desarrollo de políticas públicas a mediano y largo plazo o debe accionarse
de manera urgente? En ese debate, como sociedad fuimos adquiriendo el mal
hábito de suponer, por un lado, que pensar dispositivos eficientes y resolver
problemas inmediatos son acciones incompatibles y, por otro, que los proyectos
que involucren voluntades políticas no pueden resolver nuestros dilemas. Pero,
hay que decirlo: donde no hay política, no hay Estado.
Y donde no hay Estado, con mucha suerte, apenas hay caridad.
Compadecerse de los que sufren una injusticia es necesario, pero insuficiente.
Como ciudadanos nuestro objetivo excede la compasión individual o sectorial,
implica la creación de políticas estatales concretas que establezcan nuevos y
mejores parámetros de vida, sobre la base del respeto a los derechos que nos
corresponden.
Los usuarios de drogas y los cultivadores de cannabis para
uso personal somos muchos. Conformamos un enorme conjunto humano que aún no ha
visto brillar sobre sí el sol cálido de la democracia. Ante todo porque no se
nos reconoce el derecho a una práctica privada, violación que se traduce en una
criminalización sistemática. No sólo se nos niega el derecho elemental de
elegir sobre nuestro cuerpo y plantar para evitar el narcotráfico, sino que en
calles, comisarías y penales esa elección es castigada poniendo en peligro
otros derechos que hacen a nuestra dignidad. Además, bajo estos parámetros,
quienes dentro de ese universo tienen problemas de consumo en lugar de recibir
asistencia sanitaria y humana son presas de una política de drogas que,
diagramada a espaldas de la gente, resguarda delitos complejos donde se
vinculan narcos, fuerzas de seguridad y funcionarios.
A casi cuatro años del fallo de la Corte en contra de la
criminalización de los usuarios de drogas, el Poder Legislativo sigue negándole
a la República
una nueva ley. Y las voces más conservadoras llegaron a afirmar que la reforma
no es necesaria, dado que vivimos una “despenalización de hecho”: en los
barrios se ven cada vez más pibes consumiendo drogas, pero al parecer esto no
se debe a la ausencia de políticas públicas que asistan y no castiguen, sino
por un exceso de garantías, por mero libertinaje. Desde esta óptica, a los más
vulnerables no les queda más opción que la buena predisposición de algunos
sectores y sus familias.
Los que están lejos de los problemas de consumo no corren
mejor suerte. Quienes cultivan cannabis para su propio consumo son allanados,
encarcelados, procesados. Sin pausa. En el caso de las personas que no plantan
por miedo a las represalias, los riesgos son altísimos: la situación los
enfrenta al narcotráfico y al canino olfato policial. Esos encuentros pueden
terminar con la muerte: en 2011 le tocó a Federico Taja en la ciudad de
Balcarce; el 5 de marzo pasado, a Gerardo Marcheli, en Villa Ballester. En
ambos casos, las balas salieron de armas reglamentarias de la Policía Bonaerense
que sigue sin explicar los hechos.
Si es momento de hacer el bien, la despenalización es un
primer paso racional en esa senda. Cualquier salida intermedia es un paliativo
que no resolverá un drama estructural. Un ejemplo de esas soluciones de escaso
compromiso político es lo ocurrido con el Plan Integral para el Abordaje de los
Consumos Problemáticos votado en Diputados. ¿Cómo se puede pensar una
asistencia en esos términos mientras los usuarios, tengan o no problemas de
consumo, son criminales para la ley?
El Estado debe hacer el bien por deber, para que los valores
que se proclaman se conviertan en leyes mejores que los garanticen. En tanto,
quienes conformamos el gran colectivo de usuarios y cultivadores de nuestra
propia marihuana debemos hacer nuestra parte en este ejercicio complejo y constante
que es formar parte de una sociedad.
Además de enfrentar el temor y cultivar nuestros derechos,
tenemos que hacer lo que hacemos cada año: salir, gritar fuerte, marchar
floridos por todos los rincones de un país del que también somos parte. Nos vemos
el 4 de mayo, en la calle.
* Editorial, N° 60, Año 7, abril de 2013.
Nota relacionada: "Cogollito de batalla", por Juan Barberis
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