Por Lucía Giner
Enviado por Silvina Ramírez
La semana pasada se estrenó “Querida Emma”, de Nene Guitart
en “La Tercera Llamada”, aquí en la ciudad de Esquel. Ya es costumbre preguntar
ante cada nueva aparición de Madame
Bovary que es lo que ella tiene aún por decirle a la mujer de estos
tiempos. ¿Una rebelde? ¿Acaso una mujer insatisfecha?
¿Adúltera? ¿Frívola? ¿Inmoral? ¿Romántica empedernida? A más de un siglo y medio de la publicación
de la obra, nada de eso puede ya significar
demasiado. Pero esa no es la cuestión. Posiblemente nunca haya sido la
cuestión.
Aunque suene paradójico Madame Bovary no se trata de una
mujer y menos aún es una obra que le hable a las mujeres. Una vez más, esta adaptación de Nené Guitart,
como ya lo hizo con Pasión de Mujeres (2010) o los Hijos llegan como el Agua
(2011), no cae en algún feminismo pueril, por más que ellas sean las
protagonistas exclusivas.
Dos temas surgen en Madame Bovary que están hermosamente
enlazados en Querida Emma: por una parte, la denuncia de la inmensa estupidez
que subyace en la vida inauténtica, en el “como sí” –tan de esta época-, en el
amor aprendido superficialmente en las novelas románticas o plagado de juegos
de poder; por la otra , la pasión por la
narración, por “contar una historia” que más allá de los estilos, las modas y
las técnicas, sigue estando en la raíz más visceral del teatro.
“La Narración está
muerta” nos dice como un pregón una de las Bovary; “hay que ensayar otros
estilos” y, de hecho, en la obra se canta, se baila, se recita, se actúa y pese
a la proclamada muerte del relato, poco
a pocos vamos quedando atrapados en el clima de una cocina de invierno, donde
se cuenta una historia repleta de morosidades, de medio tonos, de lagunas, pero
también de un hilo conductor cuya fuerza nace no sólo del narrador sino del
auditorio mismo.
Lograr este efecto en el teatro no es algo sencillo. Implica
un conjunto de desafíos, algunos resueltos con gran acierto; otros necesitados
aún de desarrollo. Es un primer logro el narrador plural. Todas las actrices
son Madame Bovary. Incluso se deja una puerta abierta para otros Bovarys.
El personaje de Graciela Bonansea (cuya primera aparición es desde el
público) ha quedado fuera de la obra y puja por entrar, por interrumpir, por
dar su propia versión de cómo se debe contar la historia. Se busca romper la distancia con el público,
para disuadirlo de que está frente a un personaje antiguo, o que la impostura
es algo lejano a nuestra actual vida cotidiana.
Sin embargo, se percibe que aún es un personaje en construcción, con
mucho más potencial que se necesita descubrir.
Es una propuesta audaz que necesita mucha precisión en las entradas y
salidas, así como un engarce más consistente con el resto de los actores. Todo
ello todavía no se ha logrado.
Otro desafío bien resuelto consiste en la integración del
canto, de la comedia, de la pura actuación, de la multiplicidad de recursos que
finalmente llevan agua para el molino de la narración misma. Quien ha disfrutado de una historia bien
contada, en un fogón o en una reunión de amigos, sabe que la clave se encuentra
en la incorporación de todos esos elementos, aparentemente disruptores (alguien
que pregunta, alguien que opina, alguien que se levanta e interrumpe) pero que
una vez incorporados convierten a ese relato
en algo creíble y memorable. Eso sucede en la obra. El contrapunto con
las guaranias, (una melodía paraguaya popular, romántica, dulzona) es tan
gracioso como verosímil. La aparición gritada de Juana Azurduy es otra forma
inteligente de liberar al espectador de un prejuicio que seguramente ya traía.
¿Por qué no hablamos de mujeres en serio? ¿De alguien que haya hecho algo heroico
o grandioso? El relato en coro, nos
vuelve a un texto común, que sirve para reunir la atención dispersa y volver a
construir un espacio colectivo. El anacronismo de algunos objetos (las fotos
“actuales” de Rodolfo) o vocablos y la incorporación de “errores e
improvisaciones” (recurso del que no habría que abusar) nos trae la historia al
presente y le quita tensión a un texto difícil y largo.
Las cuatro Bovarys tienen lo suyo. La más lograda, sin duda, es la representada
por Marta Golletti. Es una Bovary
romántica, soñadora, graciosa y apasionada, que no ha perdido la malicia de la
observación insidiosa. La actuación de Marta logra producir esos efectos con
naturalidad y gracia. Nelda Scoltore interpreta a una Bovary “trunca,
aventurera sin aventuras. Puro cuento, puro irse en el intento, transmite esa insatisfacción permanente,
aunque tampoco tiene las herramientas para superarla ni lo intenta en serio. La
fantasía sin los engranajes de la voluntad.
La tercera Bovary (Elda Griffith)
sí parece más “voluntariosa”, de carácter, no demasiado audaz,
independiente pero necesitada de ayuda. La cuarta Bovary (Cristina Zuppa) es la
Bovary provinciana, de ilusiones de corto plazo, de ambiciones desmedidas. Es
difícil encontrar elementos en el texto que permitan sostener lo dicho: se
trata de cómo cada una de las actrices ha interpretado a su Bovary. Es posible
–y creo que exigible por lo que este grupo ya ha demostrado en otras obras- que
cada una de ellas “pula” mejor su Bovary. La obra permite otras integraciones,
les da libertad para que cada una recree su propio personaje. Porque lo
importante es que los rasgos de las cuatro no son definitorios: se ha logrado
el efecto de que con cuatro Bovarys en escena (y otra que puja por serlo) ella
como tal no está allí, sólo queda el relato. Un punto aparte merece el
vestuario: con simpleza y algo de grotesco logra trasmitir una imagen ambigua,
que tanto podría la misma Emma, como un conjunto de mujeres de un salón de lectura embebidas del
personaje.
En definitiva, el grupo de teatro “Efectos Colaterales”
(Marta Golletti, Elda Griffiths, Graciela Bonansea, Nelda Scoltore, Cristina
Zuppa, bajo la dirección de Nené Guitart, de una duración de 1 hora 10 minutos)
logran componer una obra con muchos elementos de disfrute, a partir de un texto
de “un Flaubert puro” que sorprende por su fluidez y cadencia. Muchos guiños al
espectador en un producto que logra combinar con dosis adecuadas un texto
clásico con agregados heterodoxos. Una obra que no solo vale la pena ver, sino que
dan ganas de interpretar.
Hemos dejado para lo último uno de los mejores logros de la
obra: el humor. Pareciera que no es una historia para ser contada con humor.
Madame Bovary deja un reguero de daños terribles y su propia muerte es trágica.
Pero hay ya en el texto de Flaubert una vocación cáustica, irónica, burlona.
Todos los recursos literarios para ridiculizar la solemnidad impostada de una
burguesía que en poco tiempo empujará al mundo a grandes desastres y que
después de 1848 ya había perdido la autenticidad con la que había comenzado el
siglo XIX ¿Quién dijo que el humor es
frívolo o superficial? Al contrario, es una de las maneras más profundas de
llamar la atención sobre lo terrible. Como nos dice Fontanarrosa, “el humor no
debe ser risa. Sí, sonrisa. Y, de ser posible, llanto amargo”. Por ello mismo,
esta obra nos invita a mirar con humor
la crueldad que muchas veces se esconden en nuestras falsedades e
ilusiones; pero también nos invita a rescatar la fantasía, la ensoñación
romántica, el mundo de los cuentos y las novelas; nos recuerda que en ese mundo
de ilusiones tontas –que sin duda extravió para siempre a Madame Bovary-,
también se esconde una parte de la verdad sobre la vida.
¿Y el marido… Charles Bovary? Disculpen…“Charles Bovary soy yo”.
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